EN EL BAR



Daumatef no lo sabía, pero era sábado; no es que no le importara, sino que afuera el rumor de las moscas era el mismo. Quedaba poco licor y habría que pedir dinero a los americanos; trasladarse al bar del pueblo. Tenía sueño todavía en medio de una silla de respaldo roto y el miriñaque que él había puesto a las ventanillas del galerón, donde meses antes durmieran veinte voluntarios. Ahora no quedaba más que él. A veces se decía que era perfecto; solo, tranquilo, con un gran espacio, tan caluroso, tan aislado...

Prendió la estufa y echó en una lata vieja un poco de frijoles. El metal delgado hizo hervir con rapidez el contenido. Daumatef encendió un cigarrillo y el lugar se lleno de un aroma a tabaco y frijoles espesos. No había despertado del todo, era necesario moverse, hacer ejercicio. Las muñecas se percibían por un tenue dolor, por engarrotamiento. Apagó el fuego y se frotó los ojos.

Daumatef aventó la lata y ésta se estrelló contra el miriñaque de una ventanilla. Los frijoles se pegaron a la pared y parte del suelo. Parecían estar vivos y bajaban para devorarse al hombre. El chico pataleó y se echó al piso. No pasa nada, no pasa nada. Cerró los ojos e intentó imaginar que estaba muerto. No pasa nada, no pasa nada.

La lata se había desfondado y caído sobre sus pies. Al menos el desayuno fue un fracaso, al menos ha pasado eso, y voy atener que limpiarlo todo.

Las camas que fueron desocupadas se las llevaron poco a poco al campamento de los niños refugiados, donde jesuitas les enseñaban a leer. El muchacho sintió que sudaba desde adentro, pero estaba seguro que afuera era peor. Volvió a cerrar los ojos y comenzó a sentir que empequeñecía. Se imaginó el galerón alargándose y ocupándolo todo: el campamento, las chozas y tiendas de acampar. Aplastaba soldados, misioneros, mujeres, ancianos, llegaba hasta el pueblo, hasta el bar. Tengo que ir por más licor.

Era el espacio más amplio en que había vivido. Nunca supo de dónde era. Creció en Maruan, entre refugiados. Sus amigos eran de una familia que decía venir de Egiptín; le contaban que el cuerpo era la envoltura del alma, que lo más importante era ser embalsamado al morir, sino, la vida se vuelve una pérdida y el alma no vive más. Después llegó la noticia de que en Ugende se necesitaban manos, y él no tenía interés de continuar en la misma calle, el mismo tropiezo, la cerradura de siempre, el bochorno, el cobertor sucio, las picaduras y el baño con cubetas. No, aunque lo otro fuera lo mismo, había que cambiar. Uno de los amigos le había dicho; vas a terminar volviendo.

Ugende del norte parecía una hilera de puestos de mercado instalados provisionalmente, la gente dormía, pero no quería permanecer ahí. Los misioneros jesuitas se encontraban para enseñar a los refugiados de Sudenti. Los de Nueva York llegaban para hablar de proyectos, tomaban fotos y no regresaban más, pero se les podía sacar dinero. Otros americanos aparecían luego y volvían a irse, con gorras color crema y los rostros hinchados. Soldados por todas partes, alimentándose de bares, de cigarrillos mohosos.

El campamento estaba apenas habitado por un puñado de mujeres como hormigas, que salían por agua y se encerraban en sus viviendas. Viviendas de tierra, madera, tela y hasta tubos recogidos en la basura del pueblo cercano. Los ancianos se echaban en cualquier rincón, eran como insectos largos y oscuros, a los que no podía tocar el sol porque los desbarataba. Así que Dauma se acostumbró a ver a los viejos permanecer en cuclillas durante el día entero, alrededor de las casas; iban bordeándolas como si éstas fueran el centro de un reloj, y ellos manecillas humanas que perseguían la sombra. Los niños, esos eran una plaga de sed. Los hombres se iban a Kampoaya para trabajar, y pocas veces aparecían.

Se decía que los donativos internacionales alimentaban a los jesuitas, pero siempre se supo, que era la comunidad la que tenía que dar parte de sus recursos para mantenerlos ahí. El trabajo de construcción de un hogar para los niños refugiados, necesitaba de gente colaboradora, gente que no esperara nada.

Daumatef apenas y comprendía lo que se decía ahí, sabía que hablaban árembi, pero esto poco le afectaba. Se había encontrado a maroanís, o gente que parecía maroanitense, y con ellos bastaba para estar al tanto. Se creía que en cualquier momento iban a llegar los materiales necesarios para el hogar, pero no llegaban, y cuando él se había instalado en el galerón, ya no quedaba ningún voluntario. Las camas se llevaron a la casa de los misioneros.

Empezó a dolerle la cabeza. Tengo que moverme. Tomó una navaja y salió del cuarto. Llegó a la esquina de la construcción y arrancó un trozo de madera. Las paredes comenzaban a apolillarse y a podrirse. Se sentó en la puerta. Las venas de sus pies oscuros palpitaban. Empezó a sacarle punta a la madera. Movía la navaja con rapidez, el sol se metía entre sus pestañas, movía la navaja con rapidez, con rapidez.

-No, no.

Echó la navaja y la madera al polvo, comenzó a golpear la puerta. El polvo se manchaba, la puerta se manchaba, ese pedazo de día se volvía rojo.

-Qué pasa, ¿vas a hacer otra puerta?, dijo Sofía con voz seca, sin voltear, mientras sus jeans resaltaban en medio del calor y los perros.

No era sábado, no podía ser sábado se decía Sofía Nayla. En Maruan los sábados podía salir con sus compañeras. Dejaban las casas donde iban a lavar o a cuidar niños, y regresaban al barrio; iban al cine y bebían licor con coca cola. Ese era un sábado.

Eran casi las diez de la mañana. Se dio cuenta de que en el cuarto no estaban sus primas, ya no había ningún tapete sobre el suelo de tierra húmeda. Le dolía la espalda y la nuca. Sentía que desde que había tenido que ir a ese lugar, no podía dormir, era imposible. Cierto que se quedaba todo el día echada sobre el tapete, pero el cuerpo le dolía y era como si viviera en el limbo. Además la nariz estaba grasosa, las mejillas pesadas. Nunca se consideraba verdaderamente bañada, limpia, todo era sopor y polvo. Y polvo que se le metía hasta en el crecimiento del cabello y ella lloraba, no dejaba de llorar, pero también era cierto lo que decían sus primas; ella no vivía la tristeza, era su cuerpo el que quería llorar y no le permitía despertar del todo.

Las moscas giraron detrás de las ventanas.

-Nayla, Nayla, ven a comer.

Sofía se dio unos golpecitos en las mejillas. Hace tanto calor. Levantó sus pies gordos y oscuros. Al menos ahí no se juzgaba tan extraña como entre las mujeres de Maruan. Al menos estaba bajando de peso, aunque después de todo, eso de nada servía, porque los hombres de ese lugar eran como insectos. Cuando ella salía a la calle, veía a esos cortos y escasos hombres y un crujido le llegaba cerca de los dientes y la garganta, un crepitar áspero como cuando se mata a un escarabajo, y le daban ganas de vomitar.

-Floja, floja, le dijeron sus primas detenidas en el umbral.

Nayla tenía su plato frente a sí y no podía comer más, no esa comida. En la mesa su tía hablaba en árembi con sus hijas y se reían. Sofía se sintió atacada. Tenía dieciséis y con la muerte de su madre vino la deportación. Ella no conocía nada de lo que repentinamente le rodeaba, no quería conocerlo.

-Qué guapa te vez hoy tía, dijo Sofía empujando el plato al centro de la mesa. Que guapa volvió a decir. Se levantó y regresó al tapete a descansar.

No, nunca iba poder estar limpia en medio de tanto polvo y niños desnudos. Acababa de bañarse y quiso caminar, eso le hacía falta, moverse.

Ahí está el Dauma, es el único que vale la pena.

-Qué pasa ¿vas a hacer otra puerta?

Se sintió fuerte mientras avanzaba por el camino que llevaba al pueblo. Ahora era más ligera a causa de su pérdida de apetito y la ropa le quedaba grande. Estoy bajando de peso. Me quedaré aquí hasta que sea flaca como mis guapas primas urracas. Antes iba al cine, antes vivía. El sol se deslizaba líquido sobre su frente. Pensó que esa noche debía salirse de casa e ir a conocer el bar del pueblo.

Juba no había podido acostarse. Pasó la noche abanicando a los niños que dormían amontonados en catres, tapetes, camas viejas y cunas improvisadas. Cuando por la mañana los vio desayunar, metiendo las dos manos dentro del plato, tuvo náuseas. Vayan a orar hermanitos, les decía a los pequeños detrás de las orejas, mientras les daba nalgadas o les apretaba los glúteos.

-Eh Unin, Unin ven aquí, dame un beso.

Los niños más grandes ya no le hacían caso, pero los pequeños, siempre tenían un poco de temor y terminaban haciendo lo que Juba les pedía y éste, les pellizcaba las tetillas y les decía; hermanitos, tienen que portarse bien, y dejaba su sudor fermentado sobre los pequeños cuellos famélicos. Los niños desaparecieron del comedor. Él salió a fumar. Vio a Daumatef golpear su puerta, golpear su puerta, golpear la puerta del galerón de los voluntarios. Ese hermanito lo que necesita es compañía. Sofía pasó. Rompió el calor y el ladrido de los perros con sus jeans y su figura de vaca dulce y lánguida.

-Ey, enano, ven a ayudarnos un poco, le dijo a Juba uno de los misioneros.

El que le dijeran enano, era como si a cualquier misionero le dijeran Jesuita o a Unin, chavaleño éste. Porque eso era sólo como un traje. Él no era enano, ni Juba el negro, ni siquiera Juba, sino que era algo que todavía no había conocido, pero que le permitía no enojarse con los misioneros cuando le llamaban enano o Juba el negro. A fin de cuentas, él estaba ahí para ayudar, para eso había dejado el burdel y lo estaba logrando.

El bar era un cubo de madera, con soldados y focos oscuros. El piso y las paredes estaban llenas de moscas pegadas y deshidratas. Algunos niños se quedaban en la puerta esperando que algún soldado borracho saliera y les pidiera que fueran con él.

Cuando Nayla llegó, Juba y Daumatef ya se encontraban platicando en una de las mesas pequeñas y circulares. Arrastró una de las cubetas que servían de asiento hasta llegar donde ellos, y se sentó.

-Oye Juba ¿no necesitan otra sirvienta con los jesuitas? Dijo Sofía. Su quijada se aflojó, pareció relajarse.

Los tres tenían la ropa húmeda y pegada al cuerpo. El enano sonrió y le tomó la mano.

-¿No necesitan otra pordiosera los Nayla?

Los tres rieron.

-¿Te gusta el licor? Dijo Juba como para sí.

Daumatef se apretó las sienes.

-Dicen que ya van a comenzar a construir el hogar.

-Ya, dijeron Juba y Sofía.

Juba se levantó y fue a hablar con la mujer que servía. Regresó con una botella, tomó un trago y se la ofreció a Nayla.

-Hoy hubieron muchas moscas, ¿no tienen hambre? dijo ella después de dar un gran trago; le pasó la botella a Dauma.

-Me muero de hambre hermanita.

-Ya vamos a comenzar a construir el hogar, ya vamos...

Ahora de nuevo tenía Juba la botella, bebió un par de tragos.

-¿Qué te pasó ahí hermanito?

-Hombre, hoy fue un día asesino.

Los tres callaron. Afuera alguien lloraba. Daumatef sintió que el bar estaba creciendo y que llegaba a Maruan, que estaba en Maruan.

-¿Qué va a pasar cuando me muera? dijo Nayla.

-¿Qué quieres que pase hermanita?

-Te sacamos las vísceras comenzó a decir Daumatef, te deshidratamos, te hacemos momia para que tu alma sea eterna.

Juba volvió a levantarse y tomó de la mano a la mesera. Desapareció por un momento y cuando regresó llevaba un tutú rosa y la mujer cargaba un grabadora. Se hizo la música.

Juba se acercó a la mesa.

-Ey hermanito, a ti lo que te hace falta es bailar.

Daumatef le tomó la mano por inercia. Caminó con él hasta el centro de esa caja a punto de romperse. Juba sentía que lo que ese hermano necesitaba era compañía y que él estaba haciendo una buen acción.

-Vamos sirvientita, le gritó Juba a Nayla, ven a bailar.

Ella se levantó. Afuera alguien lloraba. Adentro todos estaban húmedos y las moscas se morían pegadas a las paredes.


LETRAS EN REBELDÍA No. 7

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