Blanca Salcedo

PUEBLO SOLO


El pueblo se colgaba escondido en una parda ladera andina. Recubría su plana estampa esa honda placidez que acompaña el silencio de las alturas incas. Estaba casi tan alto como para conocer los cóndores, lo suficientemente bajo como para que llegaran las noticias de lo otro. Lo otro era el mundo real, ese mundo real que resultaba prácticamente imaginario para la población fuera del tiempo que se paseaba lenta por el paisaje sin sombras.

Era un pueblo viejo. Había desarrollado un profundo mimetismo con la tierra amarronada. De tierra cortada en grandes bloques eran sus casas, bajas y cuadradas; cajastumbas que resistían sin alterarse hasta los estremecimientos enloquecidos de la madre original.

La memoria oscurecía los principios. La leyenda contaba historias extrañas y mágicas sobre caminos perdidos que traían pan y oro desde el reino del rey del sol.

Hombres y mujeres eran imagen del paisaje. O quizás el paisaje era sólo el reflejo de aquella gente callada y de piel oscura. Los caminos, hechos a roce de sandalias, cascos y rodadas de madera labrada, serpeaban en todas direcciones; le daban al pueblo un aspecto de sol terrestre, veteado en verde, y más añoso que las huellas del río, ese río agreste y pedregoso que corría tumultuoso y gorgoteante hacia las zonas que pertenecían a los extraños.

Los extraños... Los otros hombres, los extranjeros de piel blanca.

Venían cada tanto.

Algunos se quedaban, pero, decía la leyenda, el germen del pueblo pronto los infectaba y oscurecía la piel de los nuevos, les contagiaba un paso lento y les robaba la noción de la carrera de relojería del tiempo rubio.

Era leyenda, por supuesto.

Los observadores, transeúntes casuales que la confabulación comercial o burocrática mandaba a tramitar sus causas al lugar, miraban con pena, asco o frustración esa pobre gente que no podía salir de la nada. El diagnóstico era coincidente: la indiferencia y la apatía de esa sangre terrosa, hacían inútiles los intentos más entusiastas de integración. El resultado fue lógico, dejarlos en paz para que murieran de a poco era más barato y más seguro que invertir en causas perdidas.

Y así siguió viviendo, respirando el aire transparente de la montaña, lavándose con el agua primigenia.

Algunas cosas no resultaban congruentes para los sociólogos de gabinete, una era que los jóvenes no emigraban hacia los soles de vidrio de los grandes pueblos de cemento de la llanura. Uno o dos se habían ido, todos volvían sin cambios.

La revolución fue el regreso de Santiago. Era uno de los pocos muchachos que tardó en regresar. Casi veinte años. Y volvía con un montón de cartones que certificaban que había estudiado y un baúl de libros que, a los ojos del pueblo, eran más valioso testimonio.

Santiago era la esperanza de los de afuera y de aquellos que se instalaran en el pueblo hacía poco y, al decir de los lugareños, tenían aún la piel clara.

Y se produjo el cambio.

El retornado abrió un lugar que fue centro social y escuela. Ante el asombro de muchos estudiosos, se llenaba de día y de noche.

Allí aprendieron que las leyendas de los viejos más viejos eran ciertas. Que había existido un rey sol, un imperio, una época de grano y oro. Que la destrucción lo alcanzó a lomos del agua, vestida de enormes barcos de madera, parida por hombres de color claro, manos afanosas y corazón avaro. Conocieron el tiempo, paso a paso, con sus cadenas de espadas, batallas, traiciones, gobiernos y desengaños. Supieron de los colores de otra manera. Del color blanco de los fuertes; del color negro, de manos en cadenas agarrotadas y muertas en surcos de cansancio; del color rojo, enrojecido más en sangre, persecución y olvido.

Con su acostumbrado ritmo pausado, lo mascaron, rumiaron y digirieron. Los viejos hicieron comentarios desdentados, las mujeres lo mezclaron con la masa en charlas de cocina y humo, los hombres lo paladearon lentamente en noches de bebida y tabaco.

Y un día... hubo un gran período callado. Donde el presente fue pasado y futuro, fue nada, todo y una esperanza de fuego sin luz; un espacio que tornó vítreo el paisaje, un espejo de estampas que quizás nunca habían sido, o que pudieron ser.

Luego, una desusada actividad.

Finalmente, la noche... La luna fue una sombra cubierta por un largo suspiro expectante. Las calles, un oscuro laberinto ronroneado en perros agoreros que no se atrevían a aullar. .. La mañana sólo fue silencio.

El pueblo estaba desierto. Nadie quedaba, salvo un alucinado viajante de comercio que llegara la noche anterior, y que se ocupó de avisar a la llanura del misterioso suceso.

No hubo explicación. Jamás lo descubrieron.

Menos pudieron saberlo cuando comenzaron a desvanecerse y diluírse hasta dejar sin huellas todo un continente.

Es que el pueblo, los antiguos sin tiempo, cumplieron.

Habían partido un amanecer, recorriendo caminos de serpiente eterna, a hundir tres carabelas.


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