Rafael Villegas

Un presidente bizco en el kinder


Antes de convertirse en gobernator, Arnold Muchasletras se hacía pasar por profesor de jardín de niños con el fin de ser más eficiente en su investigación como policía, que era su verdadera vocación. Mientras el musculoso hijo adoptivo de Amérrrica (como gustan llamarle los gringos a su pedazo de tierra) peleaba contra el malvado de la película en los baños del kinder, también se daba el lujo de conquistar el corazón y el cuerpo de una maestra-ahora-colega y de su pequeño y rubio hijo, de quien sólo conquistó el corazón… por suerte para la futura carrera política del policía en el kinder, de ahora en adelante conocido como el Conan, el californiano.

El kinder siguió, feliz, con sus cursos habituales hasta que, un día funesto de septiembre, the kindergarden quedó under attack. Sí, ese entrañable jardín de chiquitines especiales llamado Amérrrica se llenó de polvo y fuego. El kinder era un infierno y las puertas estaban cerradas con engrudo. No había manera de escapar. Se escucharon explosiones y se transmitieron por kinderamerrrica.com las imágenes de niños que, perdiendo la razón, se lanzaban desde sus pupitres sin esperanza alguna de volar como Dumbo; otros niños, más originales, se comían el resistol hasta quedar juidos; algunos más, muy a la oriental, se hacían el heroico harakiriri con plumonitos mágicos. ¡¿Dónde estaba el kindergardencop cuando se le necesitaba?! No había líder, se terminaron los muñecos de acción, Amérrrica había encontrado su ruina… al fin.

Algunos años antes del incidente del kinder sucedió que, Walker, comisario de Texas, pidió a su hijo, George Waffles, que se fuera a ver si puso la yegua mientras papi atendía la tienda de abarrotes familiar, pues unos muy importantes jeques árabes estaban interesados en llenar su despensa con lo de siempre: virotes, atún, panbimbo, takisdebarcel, tortillinastíarosa y quesooaxaca, por aquello de las quesadillas y el hambre que da en el desierto. “Lo bueno de esos señores –le había dicho Walker al pequeño George Waffles– es que siempre pagan con oro negro”. George Waffles no entendía mucho de negocios… de hecho, no entendía mucho de nada, pero admiraba tanto a su padre y a Butthead que sabía que el oro negro era algo cool. George Waffles era lo que se pudiera llamar un niño con capacidades especiales… no, no eran un Equis-Men, era, más bien, un Teletón-Boy.

A George Waffles no le molestaba ser estúpido, pues era tan estúpido que no se daba cuenta de ello. A George Waffles lo que de verdad le molestaba era ser bizco. Y no le molestaba ser bizco porque recibiera las burlas de sus compañeritos de escuela, después de todo, ¿quién se burlaría del hijo del comisario?; a George Waffles le molestaba ser bizco porque no podía coronar con un golpe certero su maravilloso y bien practicado swing de golfista. George Waffles quería hacer algo bien en la vida: pensaba que si le daba a la bola, aunque no le atinara al hoyo, su padre estaría muy orgulloso de él. George Waffles no le atinó a la bola… hasta un buen día de septiembre, algunos años después.

George Waffles, como todo texano, creció bravo, pistolero y vaqueril. Aunque, para su mala suerte, no tenía muchas oportunidades para demostrar esas cualidades en su trabajo: director del kinder llamado Amérrrica. Por lo tanto, George Waffles no estaba muy conforme con su trabajo. Prefería dar grandes paseos por los patios y zonas de juegos del kinder; a veces hasta se trepaba a los columpios y bajaba por los resbaladeros. Pero nada de esto le satisfacía. Sin embargo, un día tuvo una gran revelación: le pidió al jardinero Willy que quitara todos los juegos infantiles y que cavara algunos hoyos sobre el pasto verde, para después clavar junto a cada uno de ellos una banderita de la escuela: con barras y estrellas. George Waffles prohibió el recreo ese día (un bonito y soleado día de septiembre), cerró con candado la puerta del kinder y se puso a jugar golf.

Por eso George Waffles no se dio cuenta de que el kinder estaba cayéndose a pedazos con todo y pequeñines. George Waffles concentraba sus dos ojos viscos en un objetivo específico: esa maldita pelotita blanca. George Waffles sabía que su swing era perfecto, aunque también sabía que su talón de Aquiles eran sus ojos. Así que, haciendo un esfuerzo sobrehumano, George Waffles, el hijo de Walker, comisario de Texas, separó los ojos tanto como pudo de la nariz y, ni tardo ni perezoso, hizo girar su cuerpo cual monito de trapo. La pelotita salió volando; George Waffles no vio hacia dónde, pues sus ojos habían regresado a su lugar habitual. Le había dado bien a la bola, ¡le había dado, le había dado!

Fue entonces que salió del encanto del golf.

George Waffles escuchó los gritos infantiles y pensó: “estos niños necesitan alguien que los salve, estos niños necesitan un líder que quite el candado de la puerta”. George Waffles esperó un minuto más para aumentar la desesperación y el miedo entre los niños. Pasó el minuto y George Waffles se abalanzó como un verdadero halcón galáctico hacia la puerta…

George Waffles, el pequeño niño de cobre, había olvidado las llaves del candado en su oficina, allá adentro, muy pero muy adentro.

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